Gallus Metallicum

Fui forjado en el calor más intenso, en el fuego más constante, vivo; inagotable. La sustancia que me componía se regocijaba de vida y plasticidad en aquella caverna ardiente. La dicha y el júbilo no tenían comparación alguna. La vida solo me pasó, tal cual ocurren los acontecimientos sin mucho sentido; pero el poder que contenía era incomparable, irrefrenable e irresistible.
   Siempre han existido moldes, ¿quién creo el primer molde? ¿tiene sentido la pregunta? Fui vertido sobre mi molde inevitablemente, tal cual la gravedad atrae los cuerpos hacia la tierra. Conocí entonces mis límites físicos, mis alcances espaciales. El tiempo nunca fue un problema; mi propia naturaleza me hacía el maestro del tiempo.
   Gocé de la vida más pura mientras me formaba, el fuego me cubría todo, bebí el fuego, me alimenté del fuego; el fuego y yo fuimos uno. Luego después, yo era el fuego mismo.
   El candor que me alimentaba, la veloz vida que me movía; fue repentinamente cesada. Mi cuerpo todo se llenó de una sustancia helada, ágil, cubriente y a la vez densa. Sentí entonces el frío más grande que puede sentirse. Algo en mí se transformó para siempre... catarsis, tragedia. Todo mi cuerpo se recubrió de dicha sustancia que poco a poco endureció mi ser.
   Pero mi vida no terminó allí. Cuando aquella transformación finalizó, aún estaba consciente. Me hallé envuelto en la más extraña de las sustancias hasta entonces vistas por mí. Podía respirar con dificultad y apenas veía poco más allá de mi propio cuerpo. Algo en mí había muerto definitivamente, pero a cambio; un frío pesado me hacía sentir fuerte, reconfortado.
   Poco a poco la nube aquella se disipó. En mi memoria aún existía la gloria de mi principio, de mi creación. Aquel letargo quemante era ahora una rigidez aplomada. Aquella inconstancia de mi ser se hallaba resuelta en una magnífica estructura; una estructura tan fuerte que ni el cristal, la madera o incluso la piedra poseían. Me descubrí entonces indestructible.