Fragmento

Un famoso cuentista norteamericano que con el tiempo adquiriría fama mundial; escribió repetidas veces sobre ciertas peculiaridades humanas a las cuales describió como demonios. En la época que vivió y en la cual escribió al respecto, no fue tan aclamado como después indiscutiblemente sería por este tipo de historias.

Los demonios pueden interpretarse de múltiples formas; les han creado imágenes y mitos, se les ha temido y aún se les teme en algunos templos o incluso fuera de ellos. Todo el mundo sabe de la existencia de estas criaturas, los aceptan y los niegan al mismo tiempo porque los confunden con ellos mismos.

Una batalla interna es lo que hace sucumbir hasta el más grande imperio, dicen por allí, y de existir una entidad no humana que pudiera habitar y alimentarse de los hombres tal cual parásito de cualquier organismo viviente, ¿no habría ya suficiente historia humana como para argumentar que a través de todo este tiempo siempre ha padecido de la misma enfermedad?, ¿y que al mismo tiempo la ha atravesado sin poderse aliviar de una vez por todas de ella? Queda claro que el hombre si es una entidad capaz de alimentarse cual parásito de cualquier organismo viviente. 

La única cualidad humana es su ser omnívoro. Destruir es su mandato, destruir con su estómago, con sus manos, depredador por naturaleza, ¿será esta su condena real?, ¿una batalla interna?, ¿perpetua? Su naturaleza y costumbres lo han aniquilado. ¿Por qué un imperio debe sucumbir? ¿A quien más si no a los humanos se les ha ocurrido semejante cosa llamada Imperio?

Esta clase de demonio, el demonio hombre, es de lo más astuto que se pueda definir, aunque en realidad esta afirmación más que cómica es redundante, ya que todo lo que el hombre cataloga queda dentro del espectro del hombre mismo.

Eran las seis de la tarde pasadas de un día de primavera en la caótica ciudad capital. El cielo se había iluminado de manera espectacular desde muy temprano. El sol resplandecía como en esos parajes rurales donde los colores adquieren más intensidad que en cualquier ciudad. Hay días en que los lugares nos parecen otros, a pesar de que ante nuestros ojos se encuentren las mismas cosas, todo es cuestión de la intensidad de la luz del sol.

A David le daba lo mismo si se nublaba o no, pero no pudo dejar de advertir la claridad con la que el día se vestía. Su humor le pesaba bastante ya, en su rostro se notaba la insatisfacción que por las calles casi todos llevan debido a esa prisa estúpida que los habita. Lo extraño es que él no solía padecer prisa alguna. De alguna forma siempre se las había arreglado para vivir fuera de los horarios fijos, de las cansadas jornadas laborales, del terrible tráfico vehicular, y de mil cosas más que pululan la ciudad como un hervidero de insectos alimentándose de un cuerpo en putrefacción.

No tenía por qué culpar, de su pésimo humor, a su hambre o a sus horas de sueño, ambos ciclos los tenía en un régimen controlado. Hacía un tiempo había dejado las conocidas sustancias que tan trilladas por su ilegalidad parecían ahora en boga y que mantenían a gran parte de la población adormecida e impotente contra los designios de cualquier gobierno. Por mera curiosidad comenzó a consumir algunas sustancias años atrás , entre ellas la cafeína a la cual le había tomado un gusto bastante recurrente. Ninguna de estas sustancias poseía la cualidad de generarle una verdadera adicción y por lo mismo, una verdadera dependencia fisiológica.

En su mundo ideal, no cabía la pereza ni la pérdida de tiempo. Solía ser bastante severo consigo mismo y con todas las personas que lo conocían. Pero de eso ya hacían algunos años...

David se preguntaba por qué vivía, se preguntaba por qué aún tenía la vida. Sabía para sus adentros que toda aquella severidad y diligencia con la que pretendió vivir algunos años atrás, no le habían servido de mucho, pues en los actos realizados se reflejaba la verdad, no solo en su actitud obsesiva. Lo que había logrado a sus veinticinco años no era mucho, aunque para él, semejaba haber pertenecido al pelotón militar, o a una logia.

Así que ahora vivía sin contar el tiempo. En el mundo hay infinidad de cosas por ver, pero, ¿acaso uno debe mirarlo todo? Se cuestionaba mientras caminaba por su habitual acera en busca de un bocado... Quizá jamás se imaginó que encontraría a María precisamente en el mismo camino.