Anillo de cobre




Alguna vez me crucé por la calle con un extraño o extraña que inmediatamente atrajo mi mirada, no por que fuera su apariencia demasiado llamativa sino por un simple acto fortuito de miradas divagantes. Y ha resultado que esa misma persona vuelve a aparecer unas calles más adelante una vez alcanzado mi destino que era también el suyo a pesar de que llevábamos caminos totalmente opuestos y en su rostro puedo percibir la misma sorpresa casual de habernos encontrado de nuevo. 

Bien, pues lo que aquí cuento no compete a la relación entre las personas, sino a la relación de las personas con los objetos, que es incluso más extraordinaria, sin dejar de ser completamente casual. Hace algunos años ya, portaba gustoso un anillo de cobre el cual adquirí en uno de esos tianguis “culturales” de nuestras ciudades mexicanas. Después de cierto tiempo, descubrí que el anillo de cobre había dejado una mancha verdosa sobre la piel de mi dedo. Me gustaba a tal grado, que decidí barnizarlo por dentro para evitarme la pena de tirarlo. Solía barnizarlo habitualmente más o menos una vez cada mes, hasta que una tarde, con todo dispuesto, tomé el anillo y la pequeña brocha con muchísimo cuidado para no barnizarme la piel y entonces... escuché la una voz que desde mi oído me decía: 

-Date un brochazo en el dedo... 

Al principió no lo creí porque no había nadie, absolutamente nadie a mi alrededor en el cuarto. -Exacerbada imaginación la mía- me justifiqué, para después escuchar nuevamente:

-Anda, con una sola gota basta...

Atribuí inmediatamente "la voz" al anillo, por supuesto, al mismo anillo que yo sostenía entre los dedos de la mano izquierda mientras que con la derecha estaba a punto de barnizarlo. Como es lógico, no presté atención a la voz del anillo y continué con mi tarea hasta que accidentalmente, y por el nerviosismo mismo sumado a un ligero temblor de manos, conseguí darme un bochazo sin querer, sobre la falange de uno de los dedos. Justo en ese momento sentí la rabia aproximarse, por haber ocurrido exactamente lo que no deseaba, pero muy rápido desapareció  el sentimiento.

Después de haber fallado, y haberme pintado el dedo, mis nervios se disiparon. Mi pulso se neutralizó, así pude sin mayor problema continuar y terminar mi tarea incluso con gusto, con cierta inusitada libertad, pues ya había fallado, no había peor escenario. Comprendí entonces aquello que trataba de comunicarme el anillo desde un principio: la necesidad de los sacrificios, la ruptura adecuada de la precisión, la posibilidad de los errores controlados.


• • •