La evidencia de la senectud

Hay ocasiones en que justo a punto de cruzar la calle, un automóvil viene desde lo lejos con demasiada velocidad y no se detiene a pesar de tener el semáforo en contra. Paré inmediatamente por instinto. Se trataba de una camioneta con las ventanas enrejadas, pintadas de negro y con los vidrios polarizados sobre un chasís azul marino, un vehículo policial, que aventajaba camino sin importarle los peatones.

Es molesto estar parado en una situación como esta, tensa, apresurada. La prisa es contagiosa y quise desaparecer de allí inmediatamente, pero la única forma que se me ocurría era cruzando la calle y el enorme vehículo me lo impedía. Tuve que esperar hasta que este avanzó una vez que cambió la luz en el semáforo.

La espera puede conducir el ánimo hacia la paciencia y es más grande el mundo de quien mira sin prisa. Esperé, y esperé más porque venía otra enorme camioneta verde que seguía a la primera. Habiendo determinado mi intención, sentí que la paciencia en efecto, puede ofrecer frutos a quien sin detenerse aguarda. Las dos camionetas se marcharon y la calle quedó vacía de autos. Me tomé la libertad de quedarme quieto un poco más y mirar a mi alrededor. 

Enfrente de mí, del otro lado de la calle, llegó un hombre empujando un diablito azul con el cual cargaba un bulto de cemento, Crucé la calle y mientras caminaba detrás de él, se detuvo sin notar mi presencia provocando que yo me detuviera también en la estrecha y poblada calle. Por la derecha apareció una niña, a la cual yo no había distinguido como acompañante del hombre. 

Esta vez no sentí prisa alguna, así que con calma atendí la escena frente a mis ojos. La niña se detuvo y después de un breve instante levantó el rostro, el hombre la miró también e hizo un gesto casi imperceptible. Ella sonrió y subió al diablito sentándose sobre el bulto, feliz de ser llevada sobre ruedas y continuar su camino. Este último gesto me supo delicioso y tuve que sonreír. Lo más peculiar de todo es que nunca notaron que yo estaba detrás de ellos. La paciencia te hace invisible, pensé.

Ya sobre la bicicleta, se me ocurrió tomar un jugo o algo fresco en un lugar bastante conocido en la esquina del callejón de la calle cinco de mayo. Mientras pedaleaba por la calle de Palma, sentí cierto frío, cierta soledad. Hacía poquísimo tiempo que había dejado de ver a mi entonces novia y su ausencia ya se hacía presente, porque cuando las personas, es como si se apagara la mitad de la chispa que nos dota de nuestra característica comunión humana. 

Algunos pensamientos cruzaron mi mente o, mejor dicho, mi vehículo emocional. Mi lógica los refutaba con gran facilidad, no me permitía asumir nada. Tan sólo era eso, una ausencia, nada más. Decidí padecer la ausencia sin interpretar nada, como un buen amigo me había recomendado hacía poco. Llegué al lugar de los jugos y encadené la bicicleta justo enfrente. Un agua de papaya endulzada con miel, esa sería mi elección.

Mientras entraba al lugar recordé algunas escenas de otro tiempo donde llegaba a una fiesta y entre los saludos de tanta gente, encontraba a una amiga con su novio. Ella me miró y la exaltación de su ánimo fue tan obvia que su chico lo tomó a mal. Después del saludo y la presentación correspondiente, él en su seriedad, casi de inmediato después de estrechar mi mano, abrazó a mi amiga y la besó de una forma obscena y ridícula, como si sintiera que en ese mismo instante la perdía. Ella no pudo más que mostrar cierta vergüenza, y yo me fui a otro lugar de la casa. El evento me recordó mi propia reacción a los celos en aquella época.

Padecer la ausencia de alguien a quien quieres puede tener variantes de comportamiento, ahora lo veo. Y no es que acepte como sana ninguna de las dos posturas. Ni son posesiones las personas ni tampoco hay razón para la ira o la violencia. Es solo que ahora puedo verlo de otra forma. Padecer la ausencia de alguien es otorgarle tu cariño. Tanto elegir la ira como la posesión son reacciones bien comunes. La posibilidad del cariño está en la ausencia. Porque extrañar significa querer.
    
Hice mi pedido frente a la caja que estaba sobre la barra. La mujer que me atendió me hizo repetirle lo mismo tres veces, porque no entendía que lo que deseaba, era un agua sin hielo endulzada con miel. Noté que justo a mi izquierda una mujer me miraba. Casi sin pensarlo volteé a encararla con la más clara honestidad, y pude ver a través de sus lentes oscuros, pude ver dentro de sus pequeños ojos y entonces le sonreí. Ella quitó la mirada. Me apenó un poco su reacción y solo pude volver la cara hacia la caja, pero la mujer que atendía se había ido ya.

Esperé mientras veía a una de las cocineras preparar mi orden. De pronto sentí nuevamente la mirada desde mi lado izquierdo. Quise voltear pero esta vez no lo hice, hasta que ella quitó los ojos de mí. Era una mujer de aproximadamente treinta años, sus rasgos eran finos y pequeños. Sus ojos semejaban dos gotas de agua azulada y su piel era tan blanca que parecía evidenciar el contenido interior de su cuerpo. Una de las cocineras se acercó a ella y le preguntó algo. Entonces escuché el tono de su voz, que era débil y lejana.

Cuando abrió la boca para dar algunas indicaciones extra sobre lo que había pedido, me di cuenta de algo sobresaliente. Todo su rostro contenía la vejez. Pero no una vejez que se cuenta por el número de arrugas en el rostro o las manos, porque ella no tenía una sola arruga. Era la vejez de esos viejitos tiernos, de esos ancianos conmovedores. Su porte, el tono de su voz, los hoyuelos detrás de los lentes; todo sumado a la proporción de su rostro. Ella era una anciana sin serlo.

No puedo negar que era bella, pero sus rasgos me inspiraban más una imagen de la vejez, que la radiante belleza de una juventud tropical. No quise mirar más. Por sincronía fortuita del instante, sirvieron el jugo delante de mi. Lo bebí.

Existe cierto tipo de ternura allá afuera que más que ser una evidencia de la senectud, de una aparente feliz ancianidad, nos habla de una rama de sí misma. No es la dulce belleza infantil que casi sin excepción se destruye pasando cierta edad, tampoco es la fragilidad de un cuerpo arrugado y marchito, es casi una configuración específica de ciertos cuerpos que cargan esta ternura toda la vida, pero que se devela conforme pasan los años, aunque siempre está latente si se mira sin prisa.

La mujer se marchó después de recibir su orden.

El Baño

Lo verdaderamente importante de ducharse o practicar cualquier manera de bañarse, no es la supuesta higiene, que desde luego ocupa su lugar, sino el redescubrimiento de nosotros mismos con nuestra propia piel. 

¿A caso la sexualidad podría compararse a esto? ¿Una actividad que nos purifique y que a la vez nos fortalezca, nos vivifique y al mismo tiempo nos regale un toque de vanidad?

Cita

¿Con cuanta frecuencia practica sexo?

Depende de lo que se entienda por sexo. Si se trata de la masturbación de costumbre con la pareja con quien convives, intento no tenerlo en absoluto.

Slavoj Zizek