Caballos y Leones

Me reconfortaba encontrarme frente al gran ventanal de un extraño salón, los platos y tazones vacíos y algunos restos de comida cantonesa descansaban sobre la mesa después de haber sido utilizados.

A mi lado izquierdo estaba una mujer a la que yo sentía como una amiga genuina, no había nadie más en el lugar. Ambos estábamos sentados frente al ventanal, sobre un amplio y alargado sillón de rayas delgadas rojas y blancas, que lo atravesaban de manera vertical.

Justo después de la comida, la luz de media tarde caía sobre la mesa y su tibieza me produjo un letargo placentero, casi como el efecto del llamado té de jazmín -cuando está bien preparado-. El clima del lugar no era suficientemente cálido y poco a poco una necesidad de dormir se apoderó de mí. Mi deseo por abrazarla fue inevitable y así lo hice. Me ofreció sus brazos amables y tibios en su casi ausencia, o su despreocupada presencia.

Con los ojos cerrados, concentré mi atención en la brillantez de la luz y así, finalmente y con ayuda del abrazo, desaparecí en el magnífico resplandor del sol.